La última vez que el fantasma se atravesó en su camino fue poco después de su partida, cuando se encontraba deambulando por la vida y se halló sentado en la playa de esa despedida, donde hicieron el amor con la mirada, a pesar que el único contacto fue el de sus dedos en la arena mientras buscaban pedazos de vidrio que en la arena se volvieron piedras, verdes e hipnóticos como los ojos de ella, como el hipnosapo que ambos recordaron cuando se vieron prendados de los sonidos del mar. Habían pasado meses sin ver al fantasma, el cual se asomó por primera vez meses de aquella tarde en la playa, y ahora que se lo encontraba en un avión sobrevolando aquella zona donde en unos días se encontraría con ella, el fantasma reapareció y susurró una idea en sus oídos, una pequeña sugerencia que podría amenazar al presente si le hacía caso, pero que se instalaba en su subconsciente como un virus, impidiendole llegar a pensamientos que no estuvieran asociados con besarla apenas la viera. Lo peor es que la idea del viaje había sido de su actual novia, por lo que la aparición del fantasma ponía en jaque todo, y demostraba que ella lo conocía aún mejor de lo que él suponía, y demostraba que a pesar de los años y de estar seguro de querer pasar el resto de su vida con una mujer que lo adoraba cada uno de sus días, la ilusión del amor adolescente perdido ganaba terreno con el accionar del espectro del ayer.

Cuentos patéticos