Como cada mañana desperté anhelando tus palabras; claro, era un imposible alcanzarlas, por lo que comencé a inventarlas, fingí conversaciones, inventé como me recriminabas por todo aquello que estaba haciendo, y yo, con la cabeza gacha escuchaba cada una de tus falsas palabras. Busqué en tus posibles argumentos, esos que logré construir en base a lo mucho que te conocí, motores para justificar mi día; fuerzas para avanzar por medio de esta tormenta de dudas y desilusión, coraje para mirar a la cara a todos aquellos que me culparon desde que supieron que habías muerto, convicción para mantener mi cordura y no creer sus argumentos que fue mi error. Y como cada mañana mis ojos soltaron lágrimas de frustración, de rabia por no haber actuado a tiempo, por no haber podido hacer nada para retenerte a mi lado.

Sequé mis ojos apenas las lágrimas tocaron mis pómulos, no podía dejar que ella me viera quebrado o podría traspasarle mi frustración. Cómo anhelo tus palabras, mi amada, como me gustaría que pudieras ver a esta niña que se ha vuelto tu misma imagen, tu misma voz; cada vez que la veo se me parte el corazón, de ningún modo la culpo, de ningún modo busco en ella un reemplazo de tu ser, pero no me puedas culpar que el amor incondicional a nuestra hija esté levemente opacado por la perdida de una parte importante de mi ser.

Cuentos patéticos